La familia
preparaba los últimos preparativos, la nevera para las bebidas, los taper donde
llevarían en almuerzo, el pan y algunos cubiertos. Los niños llevaban sus cubos
y palas para jugar en la arena y la madre se encargaba de llevar las toallas.
Aprisa salieron
de la casa. El tren no esperaría un minuto más de su hora prevista y el camino
hasta la estación bien merecía veinte minutos de paseo a pie.
Cerca ya de esta
se sucedían industrias de las que antaño eran alimentadas económicamente
gracias al ferrocarril. No contaban con apartaderos dentro de sus recintos pero
si con un cercano muelle de carga perteneciente a las instalaciones de la
estación.
Con una mezcla
de nerviosismo e ilusión por parte de los niños, la madre sacó los billetes
para la unidad de las 11:40 procedente de Jaén, Córdoba y Sevilla Santa Justa.
El destino sería Cádiz.
El reloj del
andén principal nos indicaba que aún faltaban diez minutos para la salida de
este tren. El niño joven amante del ferrocarril, tenía más ilusión por presenciar
en aquel momento unas vías, unos pórticos funiculares, esa estación y aquel
viaje que realizaría en breve... Que el propio hecho de ir a la playa.
Una bocina se
escuchó desde el otro lado del puente. Tras tomar la curva, una flamante
japonesa de la serie 269 con la decoración de talgo, pasaba a 140 kilómetros
por hora arrastrando un talgo 200 camino de Cádiz. Pocos minutos después la
megafonía anunciaría la llegada de la unidad con destino Sevilla. Al ser vía
única harían el cruce con el talgo en la estación ya cerrada y usada como
apartadero del Cuervo. Nueve minutos después, una 470 de Regionales Renfe o
también conocida por estas tierras como Andalucía Express, hacía señorial su
entrada con paso pausado, por los límites de la estación. En el otro extremo
como si de una casualidad se tratase, aparecía su parienta procedente de
Sevilla.
Entre el
bullicio de viajeros que bajaban o se apeaban de ambos trenes, esta madre y sus
dos hijos subían a bordo de la unidad con destino Cádiz. El ruido de la gente,
compresores, motor en ralentí... Desapareció al momento cuando se encontraron
ya en el interior del tren. Parecía haber subido hacía otro mundo, un ambiente
fresco, donde solo se escuchaba alguna débil voz y el ruido de algunas maletas
con ruedas al ser arrastradas por el suelo.
Llegó a hora de
partida. El característico pitido intermitente, anunciaba el cierre de puertas.
El tren de forma silenciosa emprendió su marcha y la bulliciosa estación, pero
ahora en silencio, iba quedando atrás camino de los cambios de aguja.
Serpenteando
entre colinas y tras pasar la abandonada estación Del Cuervo, llegaba a Jerez
de la Frontera. Las bodegas daban paso a la playa de vías de acceso a la
estación neomudéjar. Donde el azulejo con motivos florales que recordaban un
pasado árabe de la zona, daba paso a la marquesina de hierro típica de las
estaciones de MZA aunque la construyera la compañía de Ferrocarriles Andaluces
allá por el siglo XIX. Asistíamos al germen del ferrocarril en Andalucía aquella
primera línea de la historia que uniera Jerez con la pedanía Del Portal.
El secano había
quedado atrás y ahora los meandros del río Guadalete nos conduciría entre
verdes llanuras a nuestra siguiente parada: El Puerto de Santa María. Casas
bajas encaladas y algunos pequeños bloques de viviendas al lado de lo que fue
el antiguo ferrocarril de la costa, El Puerto-Sanlúcar de Barrameda, nos
adentraba en la popular estación.
Sólo unos pocos
kilómetros nos separaban de Cádiz en línea recta. Se podía acceder desde aquí
en ese barquito conocido como "El Vaporcito" que saldría desde el
tramo final del Guadalete, el mismo río que cruzásemos por última vez a la
salida de la estación. Tras el puente las vías se volvían a abrir para dar
servicio a la terminal de contenedores Del Puerto, cerca de la playa de
Valdelagrana.
Ahora las
salinas y los pinares del parque natural de la Bahía de Cádiz, nos acompañaba
hasta la estación amarilla de Puerto Real.
Tras pasar San
Fernando el recorrido serpenteaba entre la llanura repleta de salinas y
esteros, para entrar en la lengua de tierra que unía la península gaditana con
el resto del continente. 9 km entre la bahía y el mar y solo dos vías de
comunicación, la autovía y la propia vía del tren. Y en la mente una sensación donde
la tierra desafìaba al mar.
No se podía
entrar en Cádiz sin antes mirar por la ventanilla para ver el estadio de
Carranza, casa del Cádiz C.F.
Por megafonía ya
se anunciaba la parada: Cádiz, final de trayecto. Acabamos de pasar Segunda
Aguada y el puente de San Severiano distaba ya a pocos metros. A partir de aquí
el Almorchón de vías se entrecruzaban antes de entrar entre los andenes.
Otro atractivo
era fijarse en las murallas con sus edificios sobre ellas a gran altura,
recordaba a las casas colgantes de Cuenca. En el lado opuesto, el puerto con
sus grúas amarillas, nos recordaba la actividad que aquellos barcos le
proporcionaban.
El tren paró y
abrió sus puertas, la brisa del mar que hasta allí llegaba, fue nuestro mejor
recibimiento. El bullicio en el andén se repetía de nuevo. La máquina como si
de una persona cansada se tratase, nos ensordecía con aquel resoplido.
En el exterior,
saliendo del recinto de la estación, nos dirigíamos al centro a pasear por
aquellas animadas calles que asemejaban con la Habana. Llegamos a La Caleta y
allí la playa nos esperaba.